Hay ciudades, incluso países, que el mundo jamás hubiera escuchado nombrar si no fuera porque han visto crecer a una estrella internacional. ¿Quién se hubiera enterado de la existencia de Villa Fiorito antes de Maradona? ¿Quién sabría dónde se ubica Bridgetown si no fuera por Rihanna?
El concepto de descubrimiento atraviesa la historia de esta joven estrella: primero la isla caribeña en donde nació y creció, capital de Barbados, el primer lugar en donde Cristóbal Colón puso un pie cuando llegó a América en el siglo XV; después, cuando el productor musical Evan Rogers vacacionaba en la isla y tuvo la oportunidad de escucharla y descubrirla a los 17 años como la promesa musical de la nueva generación.
Los que afirman que Maradona es mejor que Messi (entre los que me incluyo) no se refieren exclusivamente a los atributos futbolísticos. Hay personas que son únicas porque condensan una variedad de factores que los transforman en el rara avis de sus contemporáneos. Maradona tuvo el fútbol pero también el carisma, la sensibilidad social, la capacidad de liderazgo, las contradicciones, la excentricidad y el origen humilde. Rihanna es una rareza similar. Discriminada en el colegio por ser demasiado blanca en un país compuesto mayormente por afrodescendientes e indígenas, la cantante creció en un hogar roto y violento en donde la música fue su refugio de salvación. El arte, como el deporte, puede ser la línea de fuga para el dolor y la enajenación.

Foto: Steven Klein
El Caribe cuenta una historia y es la de la conquista y la apropiación. Barbados fue hasta 1966 una colonia inglesa. Su idioma oficial es el inglés, la autoridad política máxima es la reina Elizabeth y el nombre de su capital podría funcionar como analogía de los puentes que despliega la colonización desconociendo la inmensidad del océano que separa a Inglaterra de estos pueblos originarios y sus derechos, un modus operandi que resuena en nuestra propia historia y la guerra por las Islas Malvinas.
La rama que investiga el colonialismo del poder nos brinda un concepto, estudiado ampliamente por el antropólogo peruano Aníbal Quijano y retomado por Rita Segato, que explica la raza como el signo en el cuerpo de una posición en la historia. Es el concepto que biologizó la opresión y que se comunicó como el modo unívoco de la lectura de la otredad, que restó valor a determinados cuerpos racializados y a los productos y saberes que producían. Pero la construcción de un otro que es un enemigo se multiplica constantemente al interior de esos territorios colonizados. Es así como “leemos” en los que [creemos que] son distintos una amenaza, porque son más pobres, más negros o menos educados. Hasta que pisamos territorio europeo o norteamericano y, los que nos creemos blancos en nuestros países, allí dejamos de serlo.
Segato enlaza el concepto de raza con el de patriarcado para explicar cómo el signo en el cuerpo nos ubica en una posición de la historia subordinada también a las mujeres. Pero se ocupa de distinguir la variedad de feminismos que recorre el territorio americano. Si en Brasil, Argentina, Chile o Uruguay estos movimientos emancipatorios son encabezados por las clases medias letradas, en Centroamérica y el Caribe los movimientos feministas provienen de los brazos armados y las guerrillas con un claro objetivo de reivindicación indígena.

Rihanna en el Kadooment Day, fiesta tradicional de Barbados a la que asiste religiosamente
¿Qué tiene que ver esta parafernalia racial con la historia de Rihanna? En esta coyuntura histórica, en donde el consumo regula la totalidad de la vida humana y en donde el vínculo entre el Estado y el capital es indestructible, es cada vez más complicado encontrar fisuras de la alienación a la que nos invita el presente. ¿Puede ser la música una de esas hendiduras? ¿Puede desestabilizar el discurso único una joven que confiesa inspirarse en Bob Marley porque representa la música caribeña ante los ojos del mundo? ¿Puede mover alguna estantería feminista una artista que expone una relación gozosa con su sexualidad?
La historia de América es la de resistencia y revalorización de la propia cultura, aun cuando millones de americanos portan los signos de la colonización en su propio cuerpo: la piel blanca, el cabello y los ojos claros, los apellidos europeos en los documentos personales. Pero también es la historia de la permanente construcción de un otro amenazante del que nos desesperamos por diferenciarnos.
Sin embargo, como dice Atahualpa Yupanqui, el hombre es tierra que anda. Por eso la historia de Rihanna es la de la vecinita de al lado que llegó a un lugar impensado, pero también lo que hizo con eso.
No existe otra mujer en la historia que haya sido incluida en casi todos los rankings del mundo, desde las artistas mejores vestidas y más sensuales de la historia hasta las más escuchadas, más vendidas y las que más facturaron y, como si fuera poco, se convirtió en la primera mujer negra en la historia de la moda en ponerse al frente de una marca de lujo francesa como es Louis Vuitton.

Rihanna como Nefertiti para Vogue Arabia. Foto de Greg Kadel
Hay razones por las que RiRi es un modelo para las nuevas generaciones de mujeres y ninguna es la que expresan los artículos amarillistas de los sitios de moda. No es por haber usado la remera de Dior con la leyenda We all should be feminists, ni por haber expresado abiertamente su apoyo a Hillary Clinton. Tampoco es porque llegó gracias a su propio esfuerzo, lleve adelante una fundación o haya participado en la marcha de mujeres de NYC. Muchas veces las razones son las que menos podemos controlar, las más invisibles hasta para nosotros mismos. A diferencia de Emma Watson o Taylor Swift, otras referentes de la generación Z, Rihanna no habla de género ni de igualdad. Ha sufrido un episodio de violencia de género que ha sido noticia alrededor del mundo y ha vuelto a formar pareja con el hombre que la maltrató. Muchos medios se refieren a ella como una mala influencia para las jóvenes por la exposición hipersexualizada de su cuerpo o la cantidad de tatuajes, entre los que se incluye un arma y frases de la biblia.
A la manera de Madonna en los ochenta, lo que hace Rihanna es vivir su vida sin pedir permiso, poniendo en cuestión el statu quo de la buena feminista. En la época de auge de la corrección política, el lanzamiento en 2015 de “B*tch better have my money”, en donde se la ve a Rihanna secuestrando a una bella mujer rubia y millonaria por la que pide rescate mientras corea “Pagame lo que me debés” o “No actúes como si lo hubieras olvidado”, se interpreta como una reivindicación más potente y genuina que cualquier disertación en la Naciones Unidas. En esa representación de una mujer negra y de pocos recursos que comete un delito, en esa reafirmación de los estereotipos de raza y clase que aún siguen intactos, en la exposición de una mujer rubia, blanca y rica que es víctima de la violencia y el deseo de vivir como ella, hay una crítica y una declamación. La interpretación literal del magnífico contenido audiovisual que desarrolló la barbadense solo demuestra que la ideología está intacta y que la música, y la inteligencia de una chica como ella, siempre tiene la capacidad de producir una hendidura en el sentido social hegemónico.
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