El color de las cárceles

“A lo largo de mi vida he escuchado a mucha gente decir ‘¿cómo se podía tolerar la esclavitud, cómo soportaron la segregación racial?’ Aún hoy vivimos en ese mundo y lo toleramos perfectamente”. Con esta reflexión finaliza el documental Enmienda XIII, dirigido por Ava DuVernay y producido por Netflix en 2016, que reflexiona sobre la enmienda que modificó la Constitución de los Estados Unidos, poniendo fin a la esclavitud y la servidumbre involuntaria, pero que también constituyó la trampa que habilitó lo que en la actualidad se conoce como encarcelación masiva.

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Unas pocas palabras, la parte del texto en donde reza “Ni en los Estados Unidos ni en ningún lugar sujeto a su jurisdicción habrá esclavitud ni trabajo forzado, excepto como castigo de un delito del que el responsable haya quedado debidamente convicto”, alcanzaron para instalar esa fisura que fue el puntapié inicial del color de las cárceles.

A partir de la circulación masiva de productos culturales, como El Nacimiento de una Nación, la película de Griffith estrenada en 1915, o de los mitos generados por los medios de comunicación, se comenzó a configurar una distorsión en la imagen de la negritud caracterizado como rapaz, malvado y ladrón, que acecha a las mujeres para violarlas y matarlas. Gracias al diseño de este mito, se habilita la encarcelación masiva de los negros libres por nimiedades como tirar basura o caminar por la calle de noche, y el Estado vuelve a disponer, a comienzos del siglo veinte, de la fuerza de trabajo gratuita perdida por la ratificación de las leyes abolicionistas.

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Desde el año 1983 la administración del sistema penitenciario norteamericano está privatizado. Core Civic y el grupo GEO son las compañías que en la actualidad gestionan más de cien, alcanzando desde 2015 los tres mil quinientos millones de dólares de ganancia. Si a comienzos del siglo veinte el negocio de la encarcelación masiva resultó seductor por la fuerza de trabajo gratuita, hoy lo sigue siendo por las ganancias extraordinarias que reciben las corporaciones. Donald Trump, que ha recibido aportes de campaña de estas corporaciones, gestiona en la actualidad la exportación del sistema de cárceles privadas nada menos que a nuestro vecino Jair Bolsonaro, presidente del país que en menos de quince años ha duplicado la tasa de reclusos.

Angela Davis afirma en su libro ¿Son obsoletas las prisiones?: “La economía global carcelaria está indiscutiblemente dominada por Estados Unidos. Esta economía no solo consiste en productos, servicios e ideas directamente comercializadas a otros gobiernos, sino que tiene también una enorme influencia en el desarrollo del estilo de castigo infligido por los Estados en todo el mundo”. El país con la mayor cantidad de personas encarceladas del mundo, que concesiona no solo la administración de las cárceles sino también el sistema de salud y de provisión de alimentos al interior de las penitenciarías, también ofrece a los internos como mano de obra barata a empresas reconocidas como Victoria´s Secret. No suena muy distinto a lo que ocurría más de un siglo atrás. Pero eso no es todo: la campaña de exportación del modelo se disfraza con la construcción de nuevos mitos. La “crimigración”, o criminalización de la inmigración, es la careta favorita del presente para desplegar sus maniobras de encarcelación masiva.

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Angela Davis durante su entrevista en Enmienda XIII

En nuestro país, en donde el equivalente del afrodescendiente es el que lleva en el cuerpo la marca de sus orígenes amerindios, también podemos observar cómo la población carcelaria se organiza a partir de marcadores étnicos. La raza que está en las cárceles es la del no blanco. En En busca de las penas perdidas, Eugenio Zaffaroni afirma que no es el panóptico de Bentham retomado por Foucault el modelo del poder disciplinador de nuestro continente sino la conceptualización lombrosiana, aquella que parte de la idea de una inferioridad biológica tanto de los delincuentes como de las poblaciones colonizadas.

El germen de nuestra historia latinoamericana se ubica en esa “rapiña inaugural”, como llama la antropóloga Rita Segato al doble movimiento que se construyó sobre una matanza y, a su vez, sobre la esclavización del negro. En esta línea argumental, el encarcelamiento masivo y tendencioso, las torturas físicas en los penales, la violencia policial apalancada por el discurso estatal (desde el caso Emmett Till, en 1955, hasta la “doctrina Chocobar” del año pasado) son prácticas que constituyen una trama continua sostenida por el relato de la raza. El racismo no se limita al color de la piel sino que consiste especialmente en el privilegio que tienen unos para clasificar a otros. El privilegio de ciertos cuerpos y lugares de nomenclar y organizar a otros.

Si pensamos en productos culturales del presente como El marginal, vemos como esa diferenciación lombrosiana, que se inició en 1915 con la película de Griffith, se sigue sosteniendo en la televisión pública de aire. La violencia, la deshumanización, la crueldad son monopolio de los pobres y los villeros. A diferencia de Enmienda XIII, la realización, la voz, la mirada de la serie argentina es la de personas blancas de clase media ilustrada.

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Para el sociólogo Löic Wacquant la prisión sirve para sostener el orden racial y para garantizar la segregación, “el apartamiento (segregare) de una categoría indeseable percibida como generadora de una doble amenaza, inseparablemente física y moral, sobre la ciudad. Es del orden racial de donde emana el orden carcelario que, a su vez, este retroalimenta. Lo que conocemos como “portación de cara”, con la consiguiente connotación positiva para el blanco y negativa para el negro, es lo que habilita a los Estados y su poder de policía a desalojar los espacios hegemónicos de esos cuerpos que han sido configurados ideológicamente desde la indeseabilidad.

Como afirma uno de los entrevistados por Ava DuVernay: “te respetan más si sos culpable y blanco que inocente y negro”.

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