Primero la frase: “Jim Jeffries tiene que salir de su granja de alfalfa ahora mismo y borrarle esa sonrisa dorada a Jack Johnson de la cara. Jeff, hacé lo tuyo. El Hombre Blanco debe ser rescatado”.
Después la data para entender la frase. El que la escribió en 1910 fue Jack London, que se enteró de que todos los buenos escritores tienen que pagar una mínima cuota de hijoputez y se sacó el compromiso de encima con el racismo. London amaba el boxeo, cubría boxeo como periodista y escribía ficción sobre boxeo: su cuento Un bistec es imprescindible para entender por qué hay tipos a los que tenés que partirles una barreta en la nuca para que den por perdida una pelea (tags: #respeto #comida). Muchos le hemos fotocopiado La llamada de lo salvaje y -cómo no- Colmillo blanco en el instituto de inglés.
Decía London que el hombre blanco tenía que ser rescatado de su tocayo Johnson, que quién se creía que era. Este Jack Johnson no era ese golden retriever humano que toca el ukelele en bermudas sino el primer campeón mundial de los pesados negro. Jim Jeffries, que ya había sido campeón y se había retirado cinco años atrás (más que nada para no tener que pelear contra Johnson, que metía miedo volteando un muñeco tras otro), era el rescatista elegido por la intelligentsia. Para él se acuñó un apelativo que todavía se escucha hoy, con o sin contexto: el de La Gran Esperanza Blanca.
Cuestión que a La Gran Esperanza Blanca la convencieron y el 4 de julio de 1910 (¡celebre el Día de la Patria noqueando a un negro atrevido!) se subió al ring a “hacer justicia”, en lo que se conoció como -otro término que se revolearía sin mucho rigor de ahí en más- “la pelea del siglo”. Elipsis para no aburrir y pam: los segundos tiran la toalla en el round 15 (se peleaba a ¡45!) porque Jeffries venía cobrando como si fuera fin de mes y no se podía permitir que La Gran Esperanza Blanca terminara horizontal. Se decía que si Jeffries no tumbaba a Johnson, había un francotirador escondido en la platea que se iba a encargar de eso. O no había o justo no tuvo tiro.
Previsiblemente, los blancos no se tomaron la derrota con calma. Ese mismo día estallaron disturbios a lo largo y a lo ancho de Estados Unidos, que no fueron peores sólo porque los negros venían festejando desde la mañana y estaban demasiado borrachos como para andar devolviendo piedrazos. El sentimiento era de humillación. Y el pedido: que apareciera rápido otro candidato a ganarle a Johnson. El orgullo blanco quedó tocado para siempre: desde ese momento se dedicaron a buscarle una Gran Esperanza de su color a cada negro que asomara la cabeza en la disciplina que fuese.
Entonces volvemos a lo que escribió London: lo que más les molestaba no era la superioridad física o boxística de Johnson, sino su sonrisa. Era negro y eso obviamente era una espina en sí, pero si hubiera sido un negro que se comportara como tal (léase: callado, humilde, medido, pareciendo sufrir aún en la victoria) quizás lo habrían visto con otros ojos. A Johnson, en cambio, le gustaban las blancas: tanto que se casó con tres. Abrió un bar, el Café de Champion, donde a nadie se le miraba la raza. Una vez le hicieron una multa de 50 dólares por exceso de velocidad y le dio al agente un billete de 100. “Quedate con el vuelto porque voy a volver igual de rápido”, le dijo. Era un negro picante y había ganado cuando tenía que perder: mucha ofensa para tolerar.
No hay que ser una luz para darse cuenta de que el modelo de rapero ostentoso que le refriega su éxito por la cara al blanco le debe bastante. De hecho el jazz ya lo había abrazado como ícono por su exuberancia: en 1970 Miles Davis grabó Jack Johnson, un disco inspirado en su leyenda. Miles, otro amante del boxeo que se llevaba a su entrenador de gira, reflexionaba: “La pregunta que me hice fue ‘¿es esta música lo suficientemente negra? ¿Tiene un ritmo negro? ¿Bailaría con ella Jack Johnson?’. Porque a Jack le gustaba salir de juerga, pasarla bien, bailar”. Hoy el disco es un hito del jazz rock, pero en su momento el sello Columbia lo dejó morir. “No lo promovieron. Creo que una de las razones fue que era música con la que podías bailar y tenía muchas cosas que otros músicos blancos estaban tocando, así que no querían un disco de jazz negro haciendo eso”, dijo Davis, que también tuvo su propia Gran Esperanza Blanca en Chet Baker, el babyface de la Costa Oeste que solía ganarle a él y a Dizzy Gillespie en las encuestas como mejor trompetista en los 50.
Igual de arrogante era Johnson en el ring. No porque fuera de esos boxeadores que hacen monerías (aunque sí era de boquear en la previa, como Ali o Bonavena), sino porque peleaba para él, para pegar mucho y que le peguen lo menos posible, y no para saciar la sed de sangre de la platea. “Suave, relajado, defensivo, se arriesga poco, mella las chances de sus oponentes con sus guantes, esperando que el otro hombre cometa errores. Entonces contragolpea, o clinchea. No es un estilo calculado para atraer a esos fans que pagan para ver una riña callejera, pero descoloca a sus adversarios y le hace ganar peleas”, decía una reseña de la época. Idénticas palabras se pueden aplicar a Floyd Mayweather, siempre discutido por el seguidor casual del box por ese berretín suyo de hacer lo que tenga que hacer para ganar, llevarse un container de dólares por ello y después patinárselo en champagne con modelos suecas en vez de comportarse como un negro bueno que se desacomoda la cara a trompadas contra otro para comprarle un PH a la viejita mientras el ring side se va pipón. Floyd, técnico como pocos en la historia, se cansó de atender Esperanzas Blancas, empezando por De La Hoya, siguiendo por el Canelo Álvarez y terminando con el circo de Conor McGregor.
Todo lo que hacía Jack Johnson fastidiaba, y como no podían cargárselo deportivamente, se pusieron en campaña para correrlo del medio por otras vías. En 1912 lo acusaron de transportar a una mujer de un estado a otro “por motivos inmorales”. Esa mujer (blanca) terminó siendo su segunda esposa: no quiso testimoniar en su contra y el caso se cayó. Con la sangre en el ojo, la ley encontró a otra señorita que sí quiso presentar cargos contra él por el mismo delito, aunque no se habían visto en tres años. Un jurado (cien por ciento blanco) lo condenó a 366 días de cárcel. Se fugó del país. Anduvo por Europa, México y Sudamérica. Volvió a Estados Unidos en 1920 y se entregó. Ahí sí, estuvo un año a la sombra.
Mucho después, en 2008, se presentó una petición de perdón presidencial para Johnson, que a esa altura llevaba sesenta años muerto. No prosperó hasta abril de 2018, cuando Donald Trump (él mismo una Gran Esperanza Blanca contra el irritante poder de Obama, otro negro desacatado) firmó la papeleta, no porque se le fuera la vida en subsanar un acto de racismo histórico (sabemos que no es precisamente su estilo), sino para recordarle al afroamericano estadounidense que él sí y su antecesor no y que, vamos, a agradecer como corresponde ya mismo.
Así las cosas, Jack Johnson ganó, disfrutó, molestó, lo metieron preso para que escarmiente y lo perdonó un supremacista con setenta años de demora. Sirva esto como resumen apretado de una historia de vida que puede apreciarse con mucho más detalle en un documental de 2005 al que su director Ken Burns le puso el mejor de todos los nombres posibles: Unforgivable blackness.
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