Cuando asoma la cabeza un pibe invicto en -por dar un ejemplo- 15 peleas con 10 nocáuts, los promotores se frotan las manos: apareció un prospecto, un posible futuro campeón, alguien que si cumple con lo que promete se puede meter en la discusión grande en un plazo no tan largo. Hasta ahí el pichón de crack pudo haberse medido más o menos con cualquiera, pero cuando pinta bien y los que manejan el negocio le prestan atención, empieza otra etapa en su carrera, una en la que le suben la dificultad un par de puntitos. El problema es que si enfrentás a un 15-0 con otro 15-0, uno va a bajar del ring siendo 16-0 y el otro 15-1, y nadie quiere quemar una potencial gallina de los huevos de oro. Ahí es donde entran a jugar los probadores.
Patrick Day era un probador. Su laburo era complicarle la vida a las figuritas del mañana, y de ser posible dar el batacazo. Venía de una carrera amateur hermosa, con récord de 75-5, dos campeonatos nacionales y el puesto de suplente de Errol Spence Jr. (hoy uno de los mejores libra por libra) en la delegación olímpica estadounidense en 2012. Pero el boxeo profesional es otra cuestión: después de ganar sus diez primeras peleas, perdió por puntos con Alantez Fox y -lo que lo condenó- cayó por nocáut técnico en el primer round contra Carlos García Hernández, un dominicano ignoto con 15 victorias y 22 reveses. Lou Di Bella, el promotor que lo había fichado, le rescindió el contrato.

Foto de Ed Mulholland
Podría haber largado pero no largó. De hecho el suyo ni siquiera era el estereotípico caso del boxeador que se hace fajar para comer: se crió en un barrio de clase media de Nueva York, era hijo de un doctor y una traductora de las Naciones Unidas y tenía un título en Nutrición y un postgrado en Salud y Bienestar. “La gente me ve, ve la manera en la que me comporto y dice ‘sos un buen pibe, hablás bien, ¿por qué elegís boxear? Se trata de lo que tenés en el corazón. Tengo alma de peleador, espíritu de peleador, y amo este deporte”, dijo hace un tiempo. “El boxeo me hace feliz, por eso lo elijo”.
Así que siguió boxeando. Se rehizo. Ganó seis al hilo. Le pusieron enfrente a Eric Walker, que estaba 15-0: le dejó un 1 de regalo por decisión unánime. Exactamente lo mismo pasó con Ismail Iliev, invicto en 11 hasta que chocó con él. Se volvió a meter en el palier de la élite: los cuatro organismos regidores que importan lo tenían otra vez entre sus diez hombres mejor rankeados en la categoría súper welter. Di Bella lo contrató de nuevo.
En junio de este año fue contra Carlos Adames, otro dominicano, otro invicto. “Carlos es un púgil cinco estrellas, listo para brillar en una división -welter- que está llena de talento”, lo definió ESPN cuando firmó contrato con la promotora Top Rank. Otra vez le tocaba a Day bajarle el copete a la protoestrella. “Me encanta cuando me subestiman y me ven como trabajo fácil. La mirada en su cara cuando les gano, cuando los machaco hasta la derrota, es tan divertido. Se ven tan humildes, tan shockeados. Amo hacerle eso a los prospectos, darle un baño de humildad a tipos invictos con egos grandes que creen que son invencibles. Nadie es invencible”, declaró antes de aquella pelea.
Para él Adames sí fue invencible, pero la suya fue una derrota útil: se bancó los diez rounds parado ante un tipo que venía volteando muñecos en serie y metía miedo. Los promotores aprecian especialmente a los probadores ásperos, los que se fajan y no caen, porque le forjan el carácter a sus pollos y garantizan peleas largas y entretenidas en las que los fans deliran y entran todos los avisos vendidos. Así que le consiguieron otro invicto más: el temple de Day, su pasión por ir de punto y dar la nota, era su gran capital.

Junto a Mike Tyson
En el rincón opuesto estaría Charles Conwell, 21 años, de Cleveland, 10-0 con 6 nocáuts. El gran acontecimiento de la noche era el debut de Oleksandr Usyk en peso pesado: ellos pelearon en la previa. Conwell tenía el cinto nacional super welter, Day se lo quería birlar.
Conwell era mejor boxeador y lo mostró de arranque, pero eso hacía Day: pelear con tipos mejores que él y probarlos, romperles mucho las pelotas, incluso ganarles si los agarraba en un mal día. En el cuarto round sintió la mano del campeón y cayó pero se levantó, porque eso hacen los boxeadores con sangre. Lo mismo en el octavo: una derecha recta lo sentó sobre las cuerdas, pero tocó la lona y rebotó. Y así siguió hasta el décimo, cuando una derecha en cross de Conwell le llegó al oído y lo mareó. Quiso escapar pero tenía la vista ida y las piernas de goma. El rival fue a cazarlo y lo encontró, primero con una derecha que apenas lo tocó y después sí, con un cross de izquierda que lo mató. Literalmente. Con los ojos abiertos, respirando fuerte, Day quedó acostado inmóvil. Se lo llevaron en camilla. En el camino al hospital tuvo convulsiones. Entró en coma. Tenía daño cerebral. Lo operaron, no sirvió. Murió cuatro días después. Tenía 27 años.
Se debate si el referí debió pararla y sí, podría haberse apurado a intervenir entre el derechazo aturdidor y el zurdazo letal. También se le objeta al rincón no haber tirado la toalla para salvar a su hombre: eso es algo que seguramente atormentará a su entrenador (un ex bombero que fue parte del operativo de rescate en el atentado a las Torres Gemelas) por el resto de sus días. Las especulaciones y las acusaciones vuelan, pero una cosa no se dice, no se piensa, no se discute: ¿Por qué, como haría cualquier persona fuera de un ring cuando su vida corre peligro, no se cuidó a sí mismo? Al morir un peleador, nadie se pregunta por qué no se resguardó y, sin más, se bajó del cuadrilátero, se dio una ducha y se fue a comer una hamburguesa a su casa: en el boxeo abandonar no es una opción.

Foto Patrick E. McCarthy
No se intenta condenar la conducta de Day ni muchísimo menos culparlo de su propia muerte, sino hacer ver cómo en el ring la normalidad se subvierte: a quien pone su seguridad personal ante todo en la vida se lo considera sensato, pero a quien lo hace en medio de una pelea se lo tilda de cobarde. Aún cuando la defensa es parte fundamental de esta disciplina, como escribió alguna vez Joyce Carol Oates, “el boxeo consiste más en recibir golpes que en darlos. Boxear es sufrir”. Lleva mucha preparación y mucha fuerza de voluntad hacer del sufrimiento un gaje del oficio, y recién cuando lo logra el púgil pasa a la instancia decisiva de definir una estrategia y ejecutarla de manera más eficiente. Lo dice Loïc Wacquant en su imprescindible ensayo Entre las cuerdas: “Este aprendizaje de la indiferencia ante el dolor es inseparable de la adquisición de la sangre fría propia del pugilismo. La socialización adecuada del boxeador supone acostumbrarse a los golpes, cuyo reverso es la capacidad de dominar el primer reflejo de autoprotección que deshace la coordinación de los movimientos y da la ventaja al adversario”.
En ese juego de soportar como virtud intrínseca del box, el peleador no tiene manera de saber cuánto dolor es mucho dolor. “Del mismo modo en que el boxeador es entrenado para luchar hasta que no pueda más, también es entrenado —o está por naturaleza dotado— para pelear de pie aun inconsciente. En mi recuerdo permanece indeleble la imagen del desventurado surcoreano peso ligero Duk Koo-Kim esforzándose por levantarse de la lona después de que un golpe de Mancini le reventara un vaso sanguíneo del cerebro, como si su cuerpo poseyera su propia voluntad demoníaca incluso en el umbral de la muerte.”, dice en Del boxeo Joyce Carol Oates. Para ser boxeador, buen boxeador, hay que resistir y seguir: ese es el consenso, esa es la regla. Y por eso irrita tanto ese monstruo a contramano que es Floyd Mayweather cuando dice: “No hay nada cool en recibir castigo. Todos hablan de complacer a los fans, pero si no tenés tus facultades y tus tornillos quedan flojos, los fans se van a ir con el que sigue. Me lastima ver la situación de Ali. Él peleó para la gente, para agradarles. Tenés que pelear para vos primero. Autopreservación”.
Patrick Day no sólo era un boxeador: era un probador. Era de los que cobran y siguen, aguantan, devuelven, molestan. Ganaba por nocáut, por puntos o viéndole la frustración en la cara a los que lo derrotaban con más esfuerzo del que esperaban. Ni siquiera lo hacía por plata: era una misión. Sobreponerse a la adversidad era su identidad, su marca de fábrica, y no la iba a rifar por dos caídas. Podía pelear groggy, sabía: ya lo había hecho. Unos segundos más parado contra Conwell y le elogiarían el corazón y el coraje, y vendría Di Bella (que lo echó cuando no le sirvió para campeón, lo recontrató cuando le vino bien como tester y lo despidió con rezos y plegarias) y le pondría adelante a otra promesa para desafiar. Pero no pudo ser, porque lo dio todo. Y en el boxeo, a veces dar todo no es metáfora.
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