«Getting calls from my nigga Mike Tyson. Ain’t nothing nice
‘Yo Pac, do something righteous with your life’
And even though you innocent, you still a nigga
So they figure, rather have you behind bars than triggers».
It Ain’t Easy – 2Pac
Ahora que las redes instalaron esa idea de que cualquiera puede hacer cualquier cosa en cualquier momento porque estudiar algo, practicarlo a fondo y perfeccionarse es tiempo perdido cuando a uno le sobran huevos, tiene todo el sentido del mundo que dos youtubers con muchos suscriptores que descubrieron el boxeo hace quince días y no tienen carrera amateur hayan encabezado una velada en el Staples Center de Los Angeles el 9 de noviembre pasado. En el semifondo peleó Billy Joe Saunders, invicto en 29 combates, dos veces campeón del mundo (le ganó por KOT a un argentino, Marcelo Cóceres), pero las estrellas de la noche fueron KSI y Paul Logan. El primero derrotó por puntos en decisión dividida al segundo. La pelea no estuvo tan mal, y a partir del container de dólares que generó ya se está hablando de Robbie Williams vs Liam Gallagher, seguramente en Wembley o algo así. No va a pasar, pero por las dudas acá van diez dólares al KO del de Take That al de Oasis.
Como sea: tampoco es que estos pibes hayan inventado nada. Una triquiñuela parecida hizo que el 24 de marzo del 92 se cruzaran más que en ningún otro momento de la historia dos mundos -el boxeo y el hip hop- cuyo vínculo excede por mucho el minuto en el que el púgil camina del vestuario al ring con música de fondo. En un evento benéfico en Nueva York se enfrentaron dos MCs: Willie D de Geto Boys y Melle Mel de Grandmaster Flash and the Furious Five, y todo terminó con un KOT a favor del primero. Willie, vale aclarar, tenía ventaja: había peleado como amateur y hasta había ganado un torneo Golden Gloves en el Estado de Texas.
Willie boxeaba desde los once años. Llegó al gimnasio escapándose de una vida escrita por un guionista vago: una madre alcohólica, un padre que en el mejor de los casos estaba ausente y en el peor era golpeador, y un día a día en un barrio de Houston llamado Fifth Ward del cual en un diario de 1979 se dice que “para el noventa por ciento del área, la pobreza es el primer hecho de la vida, y la fealdad física es la impresión visual dominante”. En un contexto en el que existir significaba ser atacado todo el tiempo desde todos los flancos posibles, había dos formas de defenderse: ser rápido para contestar o pesado para pegar. Willie no supo con cuál quedarse y eligió las dos.
Antes que eso, en el 86, cuando le faltaban apenas un par de meses para recibirse, lo echaron del secundario por agarrarse a trompadas. Nunca más volvió a un aula, porque para qué: no había manera de que terminara yendo a la universidad y las chances de que se volviera una estrella de básquet o de fútbol americano eran nulas, porque la academia no era lo suyo y -más que nada- porque no medía dos metros de alto ni de ancho. Entonces le pasó lo mismo que a las últimas tres o cuatro generaciones de jóvenes negros pobres a los que se les cierran casi todas las puertas para salir del gueto: se le aparecieron el box y la música, con requisitos y ofrecimientos bastante parecidos.

Primero y principal, ni el rap ni boxeo te piden plata. En el hip hop se necesitaba un cassette con una base para poner en el boombox de alguien: el resto era puro ingenio. En el pugilismo casi lo mismo: un par de vendas de un dólar, o ni eso, porque a veces las aportaba el gym junto con los guantes, las bolsas, los materiales y la protección, y lo que quedaba era sacrificio y talento. Los mejores gimnasios, los más auténticos, siempre estaban en las zonas más baratas de las ciudades, por la sencilla razón de que no había otra forma de llegar a pagar las cuentas con clases gratis o cuotas ridículamente bajas. El hip hop, aún en plena golden age, seguía siendo accesible gracias al efecto de aquel rayo democratizador que fue el sample.
Otra cosa que tienen en común: las dos le dan al marginado la oportunidad de aprovechar esa sensación de abandono que le quema las tripas. La idea de “yo contra el mundo” es nafta para el deporte más solitario y autodependiente de todos los que existen. Al peleador lo pueden asistir, pero su éxito dependerá de su constancia en el entrenamiento y de lo bien o mal que despliegue su estrategia sobre el físico de otro que anda en la misma (“uno tiene un representante o mánager, un masajista que le ablanda a uno el cuerpo, recibe consejos hasta del promotor, alguno se lleva más dinero que el propio boxeador; pero lo cierto es que cuando suena la campana, te sacan el banquito y uno se queda solo”, repetía Bonavena): eso, todas las veces que haga falta. En el hip hop, en tanto, cuando mucho se cierran filas con (poca) gente de (mucha) confianza, y a partir de ahí es espalda con espalda contra los que se vengan (“se necesita una nación de millones para pararnos”, decía Public Enemy en su segundo disco).

Willie D x Raymond Boyd / 1995
“La mayoría ha crecido teniendo que pelear en la escuela y en la calle, a veces diariamente, a riesgo de dejarse robar el dinero del almuerzo o el abrigo o de sufrir constantes humillaciones; hasta para dar una vuelta por el barrio tienen que saber defenderse”, cuenta Loïc Wacquant en Entre las cuerdas, hablando de sus compañeros en un gimnasio de Nueva York. Acá otro punto de contacto: la necesidad de plantarse ante la violencia constante genera anticuerpos físicos y mentales. En el caso del boxeo, la idea que gana es la de imponerse con el cuerpo, a piñas, materia prima para entrenadores que -técnica mediante- convierten matones en campeones. Del lado del rap, lo que se desarrolla es la ductilidad para esquivar embates y la rapidez para contragolpear a las zonas blandas con palabras, como quien vistea un recto y clava un gancho para derribar a un rival o al menos sacárselo un rato de encima. Al ring o al escenario, uno siempre llegaba con experiencia.
Cuestión que Willie D tildó todas las casillas y esquivó al destino por izquierda y por derecha: lo de Melle Mel podría haber sido duelo a micrófono abierto pero fue nocáut. Hizo cuatro peleas como profesional: ganó dos, perdió una y empató la otra. Con Geto Boys plantó la semilla del gangsta en seis discos y como solista editó otros cinco. En 2009 le dieron un año de cárcel por vender un montón de iPhones en eBay y no entregarlos nunca. Odia a Trump y lo dice en Twitter cada vez que puede. Y a los 53 años ya colgó los guantes, pero cuando le preguntan sigue encontrando coincidencias entre sus dos profesiones: “Mi sobrino me dijo “tío Willie, sos muy viejo para rapear. ¿Así que a mi edad no puedo rapear más? Si no lo pudiera hacer me daría cuenta, pero por ahora no veo a nadie jodiéndome. Había hijos de puta que le decían a George Foreman que era demasiado viejo para boxear, ¿y qué hizo? Fue y se convirtió en el campeón del mundo más viejo de la historia de los pesados”.
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