Hacía tiempo que en el Madison Square Garden no se sentía algo parecido a la esperanza. Dos décadas en el desierto (con ese efímero oasis que representó Carmelo Anthony rodeado de una brigada de veteranísimos inoxidables en la temporada 2012/13) fueron demasiado para una franquicia que se acostumbró a ir de fracaso en fracaso, de decepción en decepción. Y no es que hoy las victorias lluevan o que alguna o varias superestrellas hayan decidido unir su destino al equipo de la Gran Manzana, nada de eso. Los Knicks no logran por el momento alcanzar ni el 50% de victorias (han estado cerca, es cierto) y su pretemporada careció de nombres rutilantes o movidas arriesgadas, más bien todo lo contrario, en las oficinas primó cierto conservadurismo. Entonces, ¿qué es lo que está ocurriendo? ¿Por qué la esperanza?
El equipo, no cabe ninguna duda, está jugando bastante por encima de las muy módicas expectativas que generaba en la previa. Es un equipo joven, sin estrellas y al que, por el momento, no le sobra nada de talento. Ha dado batacazos inesperados y encajado derrotas dolorosas. Es un equipo que puede perder con cualquiera o, en una noche inspirada, ganarle a cualquiera. No hay que olvidarse que, no demasiado tiempo atrás, solo la primera parte se cumplía a rajatabla: los Knicks perdían mucho y mal. Un equipo que no avergüenza es un gran primer paso para explicar esa esperanza de la que hablamos. Pero si el plantel no cambió demasiado, y efectivamente no lo hizo, vamos de nuevo: ¿qué es lo que está pasando? Hay que buscar las respuestas en otro lado.

El primer cambio significativo se dio en las oficinas. Leon Rose, el reconocido representante de jugadores, se hizo con la presidencia de operaciones dando fin a un largo periplo de fracasos y experimentos. De perfil bajo y, por el momento, una gestión que exuda prudencia, Rose apostó por, en primer lugar, volver a las fuentes y, en segundo, a no hipotecar el futuro por piezas que no aseguren victorias. Su excesivo celo en la agencia libre y el draft llevaron a algunos a temer el inmovilismo, el lema parecía ser: “aquel que nada hace difícilmente pueda equivocarse”. Su silencio de radio y sus reiteradas negativas a hablar con la prensa no contribuyeron a su buena fama. A modo de broma se decía: “si no eres representado por CAA (la agencia de Rose) o fuiste a la universidad de Kentucky, los Knicks no te contratarán”.
Su apuesta más fuerte, y la única hasta el momento, fue en el banquillo. Después de ofrecer varios nombres, algunos más célebres que otros, Rose optó por la que siempre fue su primera opción (y algunos dicen que la única), un viejo conocido suyo y de la franquicia: Tom Thibodeau, un entrenador probado (fue COY en 2010-11) y ganador (58% de victorias en su carrera).
Sin embargo, su último paso por los Minnesota Timberwolves había sembrado muchas dudas con respecto a si el veterano entrenador se adecuaba bien a las exigencias de los nuevos tiempos. Su fama de conservador ponía en duda su capacidad de adaptarse a un básquet cada vez más dinámico y exigente, y, por otro lado, su temperamento de visos autoritarios hacía temer que, como había ocurrido en los Wolves, fuera inapropiado para conducir a jugadores jóvenes y sin carácter. Pero Thibs es Thibs, y prometía mucho trabajo y sacrificio. Y vaya si está cumpliendo. No (todavía) con llevar a los Knicks hacia la gloria, aunque ese sea el objetivo final, sino de regreso a las fuentes, a recuperar esa identidad que se había extraviado décadas atrás, entre apuestas fallidas y proyectos truncos.
La ingeniería detrás de la construcción del banquillo mostró la sinergia entre Rose y Thibodeau y plasmó una idea clara. A diferencia de lo que ocurre la mayoría de las veces, el cuerpo técnico ni se nutrió exclusivamente de los laderos históricos del head coach ni fue una bolsa de trabajo encubierta para ex jugadores. El staff se construyó pieza por pieza, se buscaron profesionales competentes y se les asignó un rol específico. Johnnie Bryant fue escogido para ser el segundo a bordo, un joven de 35 años proveniente de un proyecto tan exitoso como subvalorado, los Utah Jazz, un probado desarrollador de jóvenes talentos. Junto a él fue nombrado Kenny Payne, asistente histórico de Kentucky, y responsable de haber formado a varios de los mejores internos de la liga, un entrenador tan cálido como exigente. Con gran criterio los Knicks repatriaron a Mike Woodson, un veterano entrenador que, más allá de todas sus virtudes, supo ser el último que logró colocar a la franquicia neoyorquina en playoff. Thibodeau incluyó también a sus colaboradores de mayor confianza Andy y Larry Greer y sumó al especialista defensivo Darren Erman. Y sí, todo muy lindo, pero los entrenadores no juegan.

Como decíamos, la pretemporada de los Knicks fue más de saneamiento que de grandes movimientos. Se sumaron un par de rookies, algunos veteranos a bajo costo y se apostó, en término generales, por el mismo equipo que había dado más pena que gloria en su última temporada. De todos ellos, por peso específico y contrato, Julius Randle era el más cuestionado. Hostilizado en las redes y criticado duramente por el periodismo, Randle llegó a esta temporada más como una moneda de cambio por la que todavía se podía conseguir algo que un jugador por el que apostar para construir un equipo competitivo. Si bien sus estadísticas eran razonablemente buenas, había muchas dudas con respecto a su ética de trabajo, su capacidad de liderazgo y su inteligencia en la cancha. Se lo consideraba ineficiente y atolondrado en el juego ofensivo e inconsistente y poco fiable en la defensa.
Aunque los días de Randle parecían contados, es exactamente con él que llegamos a la respuesta. La ausencia de Randle y su equipo de la burbuja inició un fuego que ya no se extinguiría: el enojo y la frustración, según comentó su entrenador personal Tyler Relph, fueron su combustible. Esa ira lo llevó a internarse en el gimnasio, a entrenar y entrenar, quizá como nunca antes. Pero había que encauzar ese río turbulento de sentimientos e ímpetus. La tarea fue encargada a Kenny Payne, su mentor en Kentucky y quizá el más capacitado para llevar a Randle al siguiente nivel, como él mismo reconoció: “Él te llevará a tu límite, más allá de lo que crees que puedes llegar y realmente te ayudará a mejorar”.
La resurrección de los Knicks es la resurrección de Julius Randle, convertido en líder y figura indiscutida de un equipo mucho más sólido de lo esperado. Sus estadísticas son increíbles (más allá de que el salto no parezca tal), pero sobre todo su mejoría se evidencia en el funcionamiento del equipo y en los mentados intangibles (muy especialmente del lado defensivo). Randle, ante todo, hace mejores a sus compañeros. Randle hace, como lo exige Thibs, todo lo que haya que hacer para que su equipo gane. Ni siquiera sus impresionantes 23,3 puntos, 10,9 rebotes y 5,5 asistencias le hacen justicia a su mejoría, pero alcanzan para el revanchismo poético: los que lo insultaban y despreciaban, hoy, quizá exageradamente, unen su voz en el grito de “M-V-P!”.
El reconocimiento finalmente llegó: fue elegido para el primer All-Star de su carrera. Antes que eso, y tal vez más importante, los elogios recurrentes de sus entrenadores, compañeros y rivales. Thibodeau, usualmente parco en sus declaraciones y no muy prolífico en elogios fáciles, comenzó reconociendo su ética de trabajo para, finalmente, reconocer su liderazgo indiscutido: “es nuestro motor”. Hay pasajes de los juegos en que parece que Randle hace todo, pero no a modo egoísta o ensimismado: hace todo lo que hay que hacer para ganar. Sus compañeros reconocen en él a un líder, su talante en la cancha ha cambiado. Randle está comprometido, Randle está feliz. Casi nada queda de ese jugador errático y taciturno. Quizá sea un espejismo, como señalan sus detractores, pero es uno que los hinchas knickerbockers no quieren (queremos) dejar de mirar.

El All-Star es un premio merecido, sin dudas, un mimo, pero no hace a lo sustancial. Randle sabe, quizá más que ningún otro, que quedan todavía algunos desafíos inmensos y sueños que cumplir. Randle también sabe que lo peor que puede ocurrir es embriagarse con este logro, que no puede permitirse que los desafíos se vuelvan escollos y los sueños muten en pesadillas. El objetivo es claro: liderar la llegada de la franquicia neoyorquina de nuevo a playoffs. Pero eso es menos sencillo que lo que parece.
Para poner en contexto: Julius Randle lidera un equipo joven e inexperto, entre los cinco titulares el único que ha jugado una postemporada es el irregular escolta Reggie Bullock. Por otro lado, la conferencia del Este promete ser una verdadera carnicería (entre el cuarto y el décimo hay solo dos partidos de diferencia), una derrota en el momento inoportuno te puede llevar a caer varios puestos y una seguidilla de victorias generar una sensación de confort poco recomendable en una competencia tan cerrada. Los Knicks son un equipo con virtudes notorias, sobre todo del lado defensivo (son top 3 en eficiencia), y con debilidades igual de ostensibles, sobre todo en lo que respecta a la ofensiva. Un equipo molesto para sus rivales, pero que pasa mucha zozobra cuando tiene que convertir puntos (cuestión que se ha procurado aliviar con la llegada del veterano base Derrick Rose, fetiche del entrenador). Lo cierto es que todo lo bueno que pueden ser los Knicks dependen del rendimiento de Randle, convertido en un inesperado portento defensivo y principal responsable de que la ofensiva del equipo no sea un espanto todavía peor.
Todavía es pronto para saber si los Knicks alcanzaran sus objetivos esta temporada y degustarán las mieles del triunfo tanto tiempo añoradas, el resultado es incierto. Pero está claro que son un muchísimo mejor equipo del que eran. En esto tiene gran responsabilidad Thibs, quien, liderando desde la banca, inoculó identidad a una escuadra anodina. Pero, sobre todo, tiene que ver con Julius Randle, el líder dentro de la cancha que nadie esperaba y que hoy esplende. Si alguien merece (y quiere) alcanzar el objetivo colectivo es él, lo demuestra día tras días, partido tras partido, dando la cara y trabajando duro.
Todo empieza y termina en el trabajo y el esfuerzo. Así, Randle y los Knicks han vuelto a nacer, quizá mucho antes de lo que nadie esperaba. Con cierta nostalgia noventosa, el equipo muestra un espíritu aguerrido y una sed de sangre que hacía tiempo no se veía en el Garden. Quizá no se gane siempre, pero se morirá en el intento. Randle encarna ese espíritu de superación mejor que nadie, hacer del desprecio y la burla un impulso vital. La resurrección, como sabemos, no garantiza la gloria, pero que bien se siente volver a vivir.

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