“A mi saxo lo hago sonar con mis sentimientos, no grito, no respiro, son sentimientos”
Pharoah Sanders
A pocas semanas de cumplir 82 años, el gran Pharoah Sanders murió en Los Ángeles.
Amiri Baraka lo había definido como la búsqueda de una conciencia superior. No es la salida ni la llegada, es el acto de salir al encuentro, el viaje. Y aunque esta proeza podría caer diez puntos sobre los distintos ángeles del free jazz, no todas las rutas son las mismas ni se igualan las formas de mirar esos cielos ruteros, los que siempre van por delante nuestro. Baraka remarca que la búsqueda del saxofonista es consciente. Y no es una particularidad menor. Es en ese punto exacto que encontramos el sello con el que Sanders hace su diferencia.
Una diferencia que vale doble si tenemos en cuenta que su trabajo se inicia con Sun Ra y continúa con Coltrane. Lo de Sanders fue hacerse un nombre y una búsqueda propia —consciente— entre gigantes, y lo logró de la misma forma que lo lograron sus compañeros/maestros: no concentrándose en eso, sino en lo que pulsa el alma y atendiendo siempre el llamado superior, del interior de uno hacia los interiores ajenos. La exteriorización —la música en general y enfáticamente el free jazz— funciona, así, como la excusa para hacer lenguaje donde no había (y donde aún no hay en otro lugar más que en ellos, por ellos, con ellos).

El free jazz nace porque hay demasiado para decir por fuera de todo lenguaje, y no hablamos solo de idioma cuando hablamos de lenguaje. Más aún, nace porque no había lenguaje musical para lo demasiado que había para decir. Nace y pone señas, notas, swing a todo ese decir. Así, el free jazz es cuerpo y voz de todo lo que el silencio configura, siente y posiciona, porque el silencio jamás es mudo. Es la voz, también, de las imágenes que vamos guardando, espontáneas de dolor o goce que nos recuerdan que lo extraordinario está más cerca de lo que creemos, y nuestra condición de mortales también. Incluso en sus exaltaciones más libres —esas que la crítica especializada define como disparatadas, o en fiel reflejo de la propia ignorancia, cuestiona los talentos— hay técnicas, hay ensayos, hay teoría musical extrema y duros entrenamientos. Pero el compromiso del free jazz no está en seguir reglas ni protocolos, su prioridad está siempre con y en el decir aquel que no entra en los lenguajes, porque es un decir espiritual. Si todas las conversaciones posibles no solo saben mejor cuando las procesamos en espíritu, estos artistas nos recuerdan que es desde ahí que se nos abren los caminos que nosotros, por nuestras propias fuerzas, no podemos abrir. La música en el free jazz trabaja para el Verbo porque el free jazz es un propósito en sí mismo. Hay que tener un talento y una sensibilidad lo suficientemente superiores para dominar la inmensidad y la infinidad de posibilidades cuando se obra de adentro hacia adentro, haciendo notas y provocando climas a partir del gemido del alma.
Si la búsqueda de Sun Ra fue el Dios-universo, si el encuentro de Coltrane con Dios es la propagación del Espíritu, Pharoah siguió mirando al cielo pero nunca movió los pies de la tierra, mejor dicho, sí, pero como parte de las instrucciones que nos tocan atravesar: su sonido es el sonido del que espera las promesas de Dios sabiendo que para alcanzarlas nuestra carne debe morir, ahí, al lado de Cristo en la cruz. Esa es la revelación de lo consciente. El Dios de Sanders es el Dios en comunión con el hombre. Una comunión que solo es posible en la cruz. De un latigazo nace un sonido, de un escupitajo, otro sonido, de un clavo y otro clavo, más sonidos, de la lanza que se clava al costado del cuerpo tras un último suspiro, el que sella el pacto nuevo entre arriba y abajo, el saxo se llena del sonido del agua y de la sangre.


Sanders musicaliza con irreverencia y ferocidad la desesperación, pero también la idea de la recompensa: Dios calla y quebranta, Jesús sangra y salva, el Espíritu consuela, el saxofonista toca el saxo —traduce el gemir—, luego existe. La particularidad de Sanders es la persistencia en una búsqueda imposible, “no suele gustarme lo que escucho, o sí, pero nunca es suficiente, siempre me falta algo, en el momento puedo estar disfrutando pero no alcanzo a tocarlo todo”. Es que hay tanto para decir, tanto, que tuvo que nacer el free jazz. “Así que simplemente empiezo a tocar y trato de hacerlo bien. Toco una nota, tal vez esa nota podría significar amor. Y luego otra nota podría significar otra cosa, y continúo buscando notas hasta que salga algo hermoso”. Lo que Sanders explicaba es que la música es la que va hacia el sentimiento, hacia ese decir. No es a la inversa: el sentir no se adapta, la música se ajusta al sentimiento. Por eso, “no puedo permitirme repeticiones, porque nunca se siente igual aun sucediendo lo mismo, ni ninguno siente igual frente a lo mismo. El solo hecho de ponerlo a tocar ya modifica la dirección del sentimiento”, reflexionaba en los gloriosos tiempos de Impulse!
La particularidad de Pharoah Sanders, además, responde a un mandato: nos mandan a la tierra y se nos dan los dones, los que nos facturan que estamos en un tiempo determinado y con las herramientas que nuestro tiempo necesita para que hagamos esa diferencia. Nadie en este mundo ha entendido mejor que los artistas de free jazz —por eso, mejor llamarlos ángeles— que somos las piezas de un rompecabezas divino. Ahí donde el mundo te pone lógica, ellos ponen al espíritu a aullar. Son, en definitiva, los salmistas del siglo XX, aunque en ellos no hay tiempo.
Pharoah Sanders nació en la trágica Little Rock, Arkansas, en 1940. Su primera revelación musical fue en una Oakland harta y dispuesta a todo contra las violencias, crímenes e injusticias raciales. En ese salto de sur a oeste nacen las primeras polaroids de esa búsqueda consciente: desobedecer para sobrevivir. Porque desobedecer en la tierra es, la gran mayoría de las veces, obedecer al cielo. ¿A qué otra cosa puede sonar un saxo sobrecargado del sur estadounidense que se manifiesta como destino en el área de la Bahía libertadora, en la tierra Pantera?

“Mi sonido es oscuro”, advertía. Pero solo los que permanecen en la luz pueden reconocer la oscuridad. “No escucho la música que escuchan otros, escucho el ruido del tren, la puerta que se arrastra, el despegue de los aviones, las olas. Desde pequeño, siempre me interesó más el sonido de un auto viejo que seguir melodías. Hay un latir ahí, me despierta algo familiar, bueno, quisiera poder hacerlo sonar así, y esa es mi obra, tocar lo que quiero tocar. Que yo toque lo que quiero tocar es lo que hace que el resultado sea una música hermosa”. Sin embargo, es sabido que junto a Coltrane podían pasar horas buceando entre baladas. Claro, las que sometían a su juego.
Con la muerte de Pharoah Sanders hay una historia que pasa a otro lugar. Como si se cerrara uno de esos libros santos porque ya está, ya se cumplió. Y cuando se cumple, sabemos que hay goce en el monte y en los cielos. Estos hombres nos dejaron un jazz para cada cosa de Dios y para que lo eterno se mantenga eterno nos quedan unos cuantos plays de honra y vientos. Es de una estupidez sin igual la idea de los músicos muriéndose/yéndose de gira y tocando unos con otros en el paraíso, pero en esta ocasión la fotografía del reencuentro divino se hace inevitable porque es una unidad que nunca dejó de suceder, es más, empezó a suceder desde antes que todos la viéramos y escucháramos. Es una unidad-suceso que no depende de lo que el mundo, la muerte y las tinieblas nos muestran, las cosas de Dios nunca se tratan de lo que vemos, ni siquiera de lo que podemos comprender. Pero algo está claro: el free jazz también vence al mundo, a la muerte y a las tinieblas. A su gloria, todo a su gloria, Pharoah, sabemos quien lo guarda y con quiénes descansa en paz.
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