Dano hace discos, Dios le da play

El último álbum de Dano, El Hombre Hace Planes, Dios Se Ríe, es un flechazo al corazón de la generación mixtape, a los que nos formamos sin wifi, con cassettes y videoclips que no eran (solo) videoclips, eran ventanas a un mundo que nos quedaba aún más lejos que el cielo. 

El artista, una vez más, involucra todos sus talentos y construye —más que un álbum audiovisual— una atmósfera extratemporal y orgánica: es fílmico, es rutero, es onírico, es un salirnos de todas las monotonías y endogamias que nos estrechan y desencuentran con el latir. Y ese salirnos está presente en cada barra, convirtiendo esa hora y monedas de duración del disco en un viaje literal. Cada uno y cada escucha dictará el destino del viaje, pero hay un horizonte inevitable y esperanzador.

Algo te envuelve, algo te atrapa, algo te abstrae. Es que cuando la música sale del alma no solo toca los espíritus de quienes escuchan, siguiendo las claves de Sun Ra, esa música se recibe como silencio, un silencio que es principio de toda música pero que también profetiza un éxtasis de paz. Y no hay un solo minuto en la producción exquisita de Dano que no se cumpla esta premisa, por eso es tan difícil marcar un clímax o elegir puntos altos. Todo funciona en armonía y es tan reconfortante que solo se puede volver al principio en cuanto llegas al final.

Estamos hablando de un disco de alto vuelo poético, que cae como bálsamo en su reivindicar caminos y procesos artísticos por encima de cualquier algoritmo y fórmula. Una obra de arte que funciona como la escuela que la cultura hip hop en nuestro idioma y de este tiempo necesitaba con urgencia para alinear sus chakras. Porque el hip hop es una cultura de acontecimientos, está viva y es incapturable. Dano no va hacia el NY de los 80 para disfrazarse de aquello, va hacia adentro de los legados y las huellas que estos sembraron en él para rescatar sonidos que son lenguaje, y en el dialogar con ellos narrar una identidad propia. 

En esa identidad encontramos una celebración total a las influencias. Caben los 50 años de hip hop en el solo gesto de nombrar a un tema “Olu Dara” y rimar sobre la herencia paternal, o en el final de esa belleza que es «Susurrar» y el puente perfecto a la épica «Con billetes». Una oda a todos esos nombres hermosos que nos han hecho ser lo que somos hoy: la cultura hip hop nos enseñó lo que la escuela ignoraba, evadía, omitió, no comprendió, se le escapó, no dio abasto, no le dio la estructura, etc. Y está bien que así sea porque cuánto peor sería todo si dependiéramos exclusivamente de las instituciones. Si el colegio es el primer grado de nuestro ser sujetos sociales, para el resto están las relaciones culturales, con sus abismos y sus paraísos.

De esta manera, esa identidad propia deviene rápidamente en algo colectivo y renacentista: es una nave de tiempo que llevará a muchos a tener un primer encuentro cercano con los precursores, la old school y la época dorada. Y lo hace sin filtros ni forcejeos, sin estereotipos ni sobreactuación barrial, sin leer los barrios argentinos y españoles, ni sus conflictos ni comunidades, como si fueran los guetos afroestadounidenses, lo hace sin blanqueamientos ni apropiaciones, y lo más importante: sin infantilizarla. Lo hace solo con la música, con la poesía, con el cuerpo revelado y traducido de una cultura formadora y transformadora.

Un disco de hip hop que nos habla a los adultos de forma adulta, que también tenemos lugar en esa nave, pero para fundirnos en un mismo sentir bendito bajo este «minotaurismo» que conformamos siendo mitad siglo XX y mitad siglo XXI. Y ahí hay una gloria sentimental y política, pero también contracultural en las reglas actuales: porque ningún espíritu se engrandece en soledad, ningún legado se goza en primera persona, ninguna cultura resiste sin su historia ni construye hermandad si se ocupa el lugar de los otros en vez de alzar una voz justa pero también sabiendo que hay justicia en el saber hacer/dar silencio. Algo que este tiempo olvida entre los narcisismos, su ansiedad y la existencia industrializada.

El Hombre Hace Planes, Dios Se Ríe viene con historias nuestras, latiguillos que hacen a una doble nacionalidad que no incomoda y que da testimonio en varias direcciones más allá de esa doble residencia. Entre guiños y señales de bibliotecas y compacteras abultadas, el resultado de este trabajo minucioso y cuidado de Dano es un desparramo de gracia que no necesita definir lo que está haciendo: nuestro cuerpo, mente y alma lo saben. Es lo que es, lo sabemos hoy y se confirmará en la forma en la que vencerá al tiempo. Porque el hip hop siempre vence al tiempo. Y a las formas. Y “si transmites el legado, ya no hay vuelta atrás”.

Con raíces argentinas, tronco español y una copa florecida que crece, lo que Dano y sus invitados geniales hacen es decir y posicionarse, ninguno habla, no hay ruidos, no hay nada puesto para llenar vacíos, juntar minutos, no hay nada ocurriendo sin razón ni buscando likes y coreos virales: todos honran el poder de la voz y de la palabra. Y esto hace a EHHPDSR un disco de primeras ligas, a la altura de cualquiera de esos discos que ponemos en el altar con el respaldo casi sagrado de TDE, Dreamville, Griselda, Spillage Village, etc.

Una maestría de respeto y amor por la historia y las historias que hacen a la cultura hip hop, a la historia y las historias que hacen a Argentina y a España y, sobre todo, a la movilidad migrante y a la intimidad —la positiva, la negativa, la neutra, la inevitable, la que funciona como espejo, la que oprime, la que hermana— entre ambos países y otros cientos más: porque ya lo sabemos, las bases son las bases en cualquier parte del mundo, y en cualquier parte del mundo “hay colas en el banco, pero es banco de alimentos”.

Un disco que se siente como un lugar seguro para la carne, el alma, el idioma y el lenguaje es una declaración cuasi subversiva para este mercado y tiempo. Kendrick diría “hip hop, man”. Nosotros, al fin, podemos decirlo así: hip hop, loco. Hip hop, tío. Hip hop, chabón. Hip hop, guacho. Hip hop, boludo. Hip hop y un solo de la guitarra —siempre ardiente y como espada de luz— de Dante Spinetta, al que uno siempre espera rapeando pero ya lo decía Luis Alberto: es de los mejores violeros que dio esta patria, y sí, absolutamente sí. Hip hop tan propio y hecho con tanto respeto y amor que ahí donde sus principales genios y figuras nos dicen que escriben lo que sus muertos le dictan, Dano, que sabe que en la condescendencia no hay hip hop y tampoco amor, como diría Bioy Casares, hay desdén, abre la conversación: “No hables de los muertos, déjalos en paz, porque como se despierten, querrán su mitad”. Hip hop tan del bueno que mejora a cada uno de sus elementos e invitados: Duki, siempre real, franco en sus altibajos e imbatible en sus buenos momentos, como el actual, también se luce y expone una lucidez que no con muchos de sus colegas locales podría alcanzar.

En conclusión, las donuts de J Dilla se han multiplicado como panes para las naciones. Y aunque «hoy muero si te veo sonreír», hay hombres que hacen discos y sí, Dios, se ríe, pero para darle de nuevo play.